Llevaban los mandiles puestos. Mandiles manchados de sopa o de verduras, de manos de los niños o de los viejos, manchados ahora de la propia sangre, como un extraño collage de menestra y salsa de tomate, que no es tomate, que es de verdad. Cuatro mujeres que hicieron de su vida dar dignidad y besos a cucharadas, con las caricias y la sonrisa y el trabajo incansable de recoger los platos y hacer las camas y las vendas y los orinales. Monjas, sí, de esas de las que mucha gente se ríe porque piensan que son tontas porque hablan con voz de monja o que se pierden la vida loca que llevamos, que igual no tienen móvil ni van a los centros comerciales ni ven "Gran hermano" ni practican sexo. Jóvenes mujeres, aparentemente frágiles, que nunca descansan. Estas sí que vivieron el día y el año y la vida de la mujer trabajadora.
Estas "tontas" monjas sí que supieron ser felices sin libros de autoayuda del Vips. Estas "pobres" monjas sí que fueron valientes, cuidando de los más pobres en una tierra de islamistas fanáticos que van arrasando el mundo como la peste negra. ¿Quién es el héroe que se queda cuidando de cuatro viejos cuando sabes que vienen los demonios a cortarte la cabeza y grabarlo en HD para atemorizar al mundo? Me río de las tetas al aire de Femen o las amigas de la Rita, me parto de los semáforos con falda de Valencia y me descojono de tantos progrehippis que no les falta un detalle de sus diseñadas vidas haciendo padrenuestros feministas. Estas chicas muertas les restriegan -nos restriegan- los mandiles ensangrentados en la cara. Servir hasta la muerte. Ayudar hasta el último momento. Y eso porque su fe era su energía y Jesús su compromiso. Por un mundo más bueno se hicieron monjas, sí; monjas con delantal. Para siempre. Como tantas mujeres que sostienen el mundo. Madres, abuelas, niñas, monjas; asesinadas, golpeadas, violadas, ¡pero fuertes!, lo más hermoso de este muchas veces podrido mundo.
Contemplo mi delantal en la cocina y sé que ya no volverá a ser el mismo. Ni yo tampoco.
Antonio Casado.